Las hormigas resolvieron comerme.
Eran varias, no una sino cientos. Se movían por toda la casa sin descanso. Allí donde yo dejara algo, llegaban ellas y lo tomaban como suyo. Y yo conseguía reconquistarlo a fuerza de darles manotazos y frotarlo, pero sabiendo que solo era cuestión de tiempo.
Hormigas por todas partes,
primero en la cocina, pero también en el baño, en mi dormitorio, en el sofá, en
la terraza. Por todas partes, como digo, hormigas, nada más.
Sí, tramaron un plan para llegar
a ello, en ese camino de ir y venir de hormigas debieron decírselo unas a
otras, y en un momento llegaron de todas partes para hacerse, por fin, con la
presa definitiva; sin saber, por otra parte, que quizá fuera la última en mucho
tiempo.
Empezaron por comerse las cosas,
por ocuparlas; era dejar las gafas sobre cualquier superficie y al ponérmelas,
verlas corretear por los cristales. Una locura si no fuera porque podía
quitármelas; pero un día seguían correteando por mi vista, y aunque yo agitara
la mano en el aire, ellas no se iban. Empezaron por los ojos, y empezaron por
todas partes; llegaron en tropel, pies, piernas, manos sobre la mesa por la que
subían hasta mí, dedos, uñas. Primero unas simples cosquillas luego heridas, sangre
que ni brotaba porque se la bebían. Y así hasta desaparecer. Hasta que ellas mismas
escriban mis últimas palabras.