Le envié a Nicolás Jarque esta fotografía de Ben Zank porque sabía que iba a sacarle jugo, pero él me lanzó el guante para que yo escribiera algo también. Esto es lo que sucedió:
¡Gracias, Nicolás!
Fotografía de Ben Zank
Roma no hace prisioneros (Nicolás Jarque)
Roma me encantó: La Fontana de Trevi, la Plaza de España, El Trastevere, e incluso El Vaticano. Julieta, la guía de la agencia, fue muy diligente en su trabajo. Se notaba que había nacido para descubrir las excelencias de la ciudad lacial. Por eso, nadie dudó de ella cuando al final del día nos invitó a subir a una pequeña torre cerca de la Plaza Navona y, una vez allí, con su mismo tono amable de toda la jornada, empezó a explicarnos la leyenda de la misma. Según sus palabras, en esa edificación centenaria radicaba la verdadera esencia de la Ciudad Eterna y su magia. Si uno lo deseaba de veras, si era valiente y lo demostraba, la torre te podía recompensar con un deseo. «¿Por ejemplo?», preguntó Don Horaci. «Cualquiera. He sido testigo de unos cuantos, aunque advierto: es pericoloso». Un silencio incrédulo para algunos y esperanzador para otros, nos envolvió. Toni fue quien rompió el mutismo. «¿Demostrar qué?». «Hay que lanzarse desde la torre. Si tu corazón es puro, el deseo se cumplirá; en caso contrario, tu alma será engullida por Roma». «Sin problemas», contestó Toni y añadió con seguridad: «Yo quiero probar». Entre murmullos escandalizados, Julieta pronunció: «¿Seguro?». «Sí». «Bene, bene. Yo te explico y tú decides. Visualiza el deseo, cuenta hasta diez y te arrojas al vacío». Toni no se lo pensó mucho y, ante el estupor general, se aupó al borde de la torre. Realizó su cuenta atrás mental y se lanzó. El suelo tembló como en un terremoto ante su caída. Se oyeron gritos. Alguien se desmayó y nadie se atrevió a mirar hasta que, pasado un tiempo interminable, escuchamos las carcajadas de Toni. El rufián saltaba de alegría sin que su cuerpo hubiese sufrido ningún rasguño aparente. Eso avivó en la mayoría de nosotros las ansias por imitarle. Cada cual disponía de su anhelo y no queríamos desaprovechar la ocasión. Aún me duele lo que sucedió después y algo de nosotros, no sabría definir cuánto, se quedó allí, en Roma. Don Horaci, el siguiente en probar, salvó con su alma la vida a más de uno.
Julieta y los lanzadores de deseos
Julieta enamoraba. Esa manera de hablar de la Fontana de Trevi, cual Anita Ekberg con los pies en el agua, que, aunque llevara el clásico uniforme de guía turístico y el pelo recogido, no podías verla más que con el vestido negro y la melena rubia suelta. En el Teatro, uno quisiera bajar al escenario y declamar bien alto: «Giulietta, ti amo», pedirle después matrimonio en Santa María la Mayor o descansar eternamente junto a ella en las mismísimas catacumbas. Pero no había manera, si mirabas un poco alrededor podías ver que el séquito de hombres esperaba idéntica ocasión.
Mi momento llegó sin esperarlo, en la torre cerca de la Plaza Navona nos habló de una vieja leyenda por la que, si te lanzabas desde arriba, o se cumplían tus deseos o encontrarías la muerte, tragado por la ciudad. No lo pensé dos veces, el deseo me empujó a ello, el de tenerla en mis brazos, al menos, el resto del viaje. Me lancé y la oí gritar, mientras volaba camino del estrellazo: «Toni», y al escuchar mi nombre en su boca, con esa mezcla de terror y amor, me dio igual morir o vivir.
Viví, salté, grité, Julieta sería mía.
Sin embargo, todos teníamos el mismo sueño, el mismo deseo, y Don Horaci, que se tiró después, no tuvo tanta suerte. Al menos salvó al resto de hombres del peor descalabro amoroso de su vida.